De vidas y muertes. Historias pequeñas - Cuento: Una historia de amor - Miguel "Rusito" Fernández

Ismael Croce hablaba desde la mugrienta mesa del bodegón. Hablaba, desde la borrachera porteña y melancólica. No se llamaba así, pero me pidió que protegiera su identidad. Apuraba otro “doble v” en ese vasito rústico que se puede encontrar en este tipo de boliches. A sus sesenta años contaba su historia de amor y al escucharlo no podía aguantar las lágrimas.

Así de duro era el relato y como duro, real. Los presentes, amigos ocasionales, escuchaban con compasión y cada tanto le invitaban una nueva medida del fuerte brebaje. Su historia de amor, de encuentro y desencuentro, de éxtasis y desengaño, compartida por tantos, vivida por todos, experimentada por la humanidad.

Contó que Alfonsina Suárez -demás está decir que tampoco es su nombre real- lo enamoró aquella noche de sábado, tal vez no hizo nada para enamorarlo, pero sólo con verla y luego oír su tierna voz, bastó para que Ismael cayera rendido ante el juvenil amor que se encendía en su pecho por ella, por Alfonsina.

Pero ella era de otro país, digamos España. Y no había venido a vivir, estaba, por ejemplo, visitando a una tía.

Se acercó a donde estaba conversando con un grupo en el que se encontraba un amigo de él y aprovechó para presentarse. Se miraron a los ojos, a partir de allí se iniciaron los dos días de la más profunda, intensa y mágica relación que dos jóvenes hayan podido vivir. El martes Alfonsina volvió a su país. Él se quedó pensando en ese amor, haciéndolo crecer, perfeccionándolo, pensando para sí mismo en el contacto de sus jóvenes e inexpertos cuerpos, memorizando la suavidad de sus labios, la humedad, la calidez, grabando la voz, el tono, la respiración entrecortada y apasionada. Le escribió una carta, en esa época la única forma posible de comunicación, al cabo de seis meses recibió otra. Así con un recuerdo perfecto, con la interrupción propia y necesaria para que el amor perdurara, la juventud se fue marchando lentamente, de manera arbitraria y por momentos brutal. En el camino otra mujer se casó con Ismael.

La vida de matrimonio transcurrió como muchas, la conversación de la pareja fue cambiando de amor a filosofía, de filosofía a política, de política a familia, de familia a fútbol, de allí a los precios, al trabajo, al silencio. La forma de compartir la cena, también cambió, de estar de frente mirando la expresión de cada comentario, a sentarse al lado con la atención puesta en otra cosa. Hasta que, finalmente, se miraron y ninguno de los dos reconoció al otro y se separaron.

Pero, todo esto no conmueve, hasta aquí la vida de tantos. Aunque algunos optan por mantener la sociedad. Lo que conmueve del relato de Ismael, lo atroz, lo absolutamente terrible de la historia fue el reencuentro con Alfonsina, cuarenta años después. Yo todavía siento el ardor de la barata poción que compartimos aquella noche, todavía se me cierra la garganta con presión cuando retumban en mis oídos sus palabras, cuando mis ojos proyectan la imagen del hombre que, mientras envejece, mira enajenado el bochornoso vaso de inocuo veneno que estudia y escudriña, entonces lanza su relato de ese momento en el que se reunieron. –Era ella –contó –el brillo de sus negros ojos era el mismo, pero...

Se interrumpió. Armaba las frases mentalmente y las lanzaba arrastrando la lengua, con la dificultad propia del alcohol, luego se detenía a pensar la próxima frase cuidadosamente, para ser preciso en la imagen que quería mostrar. Este ebrio enamorado nos hizo pensar en que la interrupción se debía al whisky, pero me di cuenta que no. Creo que todos lo comprendimos.

Carraspeó repulsivamente y recomenzó con la garganta aún áspera.

–Sus ojos negros eran aquellos, dulces, desafiantes, inquietos, excitantes, pero su piel… su piel tenía cuarenta años más, como la mía, y aun así, en el momento de tocarla, de acariciar sus manos, a pesar de los años, tenía la misma suavidad, el mismo calor.

Los ojos de Ismael parecieron perder la visión, cuando los miré parecían hechos del mismo vidrio que el asqueroso vaso, o mejor dicho, el mismo vidrio que la botella, que a esta altura el dueño del bar había dejado sobre la mesa.

Estaba dispuesto a seguir la historia y todos esperaban los detalles, así que luego de otra profusa lucha con su garganta siguió.

–Salimos a caminar de la mano, entramos a comer en un restaurant, y finalmente la acompañé al lujoso hotel donde la esperaba alguien, no pregunté quién pero tuve la certeza... –tosió. –La abracé y nos besamos en la boca con apasionada dulzura, finalmente, prometiendo regresar, se perdió en la bamboleante entrada sin darse vuelta –vació en su boca una abundante cantidad de la oscura bebida y golpeando el vaso contra la mesa, antes de romper definitivamente en llanto, dijo: –Tuve miedo, me congelé, no pude decirle una sola palabra, apenas pude caminar hasta mi auto y volver.

 

Varios días después lo encontré sentado en un banco de la plaza a la tarde, sin tiempo, sus ojos perdidos no miraban. Me acerqué a preguntar qué estaba haciendo, inmutable respondió que me esperaba, quería terminar la historia. Me senté a su lado.  Una pareja de adolescentes se besaba.

Comenzó a hablar con voz y mente clara, obviamente el alcohol y las lágrimas ya habían abandonado su cuerpo. –Tuve miedo –dijo –tengo miedo, porque aprendí que el amor es sensible, débil, imprudente y egoísta. Sé cómo la convivencia y el tiempo van apagando el deseo, la voluntad no puede reemplazar al deseo. Uno se vuelve agradecido, no amante –siguió hablando en un tono de voz tan lleno de paz como de fatalismo, tan triste como sentencioso. –¿Te imaginás lo que sería de nosotros juntos? Yo no la conozco, ni ella a mí, no nos conocimos en aquel momento, ni nos conocemos ahora cuarenta años después –se tomó unos minutos como conteniendo la emoción, la frustración, la bronca. Lo respeté, en realidad, repasaba mi propia vida y empezaba a darme cuenta de tantas cosas que me habían pasado, que sin importar lo que dijera sería estúpidamente inútil.

Estiró una mano que tenía en el bolsillo de la campera, donde en un papel impreso estaba un correo electrónico que ella le mandara. Lo leí con atención, por la fecha era de hacía casi un año.

Ismael

Todavía no salgo de mi asombro, que después de casi cuarenta años te acuerdes de mí, que me hayas buscado en las redes sociales, perdón por demorar tanto en responder, pero es que no estaba segura, no sabía qué hacer, si, ya se, igual que entonces, cuando me escribiste esa carta y tardé meses en responder, y cuando lo hice fui timorata, ambigua, no te quería dar esperanzas, pero no quería que me olvidaras.

En fin, no sé qué será de tu vida hoy. La mía ha tenido diferentes momentos, pero después de dos matrimonios ya creo haber encontrado una forma de vivir “por las mías” sin apoyar mis proyectos en nadie, solamente en mis posibilidades.

Después de mi regreso a “Madrid”, comencé a estudiar, me recibí de antropóloga. Hoy vivo en un lindo departamento del centro, y desde el balcón se ve la plaza Mayor. Me siento allí, a veces, a mirar la gente desde el atardecer hasta la noche. Soy feliz con lo que tengo y ya dejé de lamentarme por lo que perdí o lo que no fue. Pero desde que recibí tu mensaje, fui recordando y armando lentamente esos días que compartimos, fui pensando en todo lo que en ese momento había en mi mente, en mis proyectos, en mi inminente matrimonio, que de hecho fue en noviembre de ese año.

Yo me sentí muy mal, no sólo por el hecho de haber estado contigo, sino porque se instaló en mi corazón la duda que más adelante terminó definitivamente con ese matrimonio.

En fin, espero saber de ti. Un beso, Alfonsina

 

Levanté la vista para que entendiera que había terminado de leer. No tuve la intención de sorprenderlo nuevamente emocionado.

Cuando por fin logró aspirar una buena bocanada de aire continuó.

 –No sé si quiero que vuelva, no sé qué haría, solamente sé que todo se daría vuelta, mi vida, su vida, y tal vez, nos volveríamos una pareja más camino a su final, eso es lo que me hace sufrir, el saber que esto que siento por ella está intacto porque se interrumpió prematuramente, y este encuentro le sumó unas horas más de perfección, pero el próximo... tengo miedo del próximo.

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