Libro: De vidas y muertes. Historias pequeñas - Cuento: "¡Qué golazo! - Miguel "Rusito" Fernández
Carlos jugaba bien, no era como yo que me paraba y le pegaba de puntín siempre, él sabía cuándo darle con el empeine, cuando tres dedos, cuando cara externa suave, para desparramar a un arquero que se morfaba el amague. Por eso yo era el último en ser elegido, y Carlos era el primero, pero cuando lo conocí, yo me quedaba “atrás”, y él recorría todo el frente de ataque, por eso él era el goleador, y yo apenas había hecho uno, y yo apenas hice uno en toda mi vida.
Para los
que hacen goles no es nada más que el momento, el festejo, el reconocimiento; pero para mí, para los tipos como yo hacer un gol es
una alegría desmedida, es tocar el cielo con las manos y, a la vez, sentir que late en tu pecho una máquina infernal, es
congelarte y hervir, reír y llorar, y mi gol para mí fue eso, y más. Porque
cada vez que lo evoco se perfecciona, la imagen se colorea, va mejorando, hasta
la mugrosa camiseta vieja se transforma en la de la selección y la beso.
Mi gol.
Todo arrancó cuando el lombriz Juancho, un oscuro cinco con fuerte
personalidad, había armado el equipo, y se puso de diez;
entonces, obligado por la ley del potrero y las promociones, el dos pasó a
cinco y yo entré de dos. El lombriz dio las instrucciones del caso antes de
comenzar –Vos grandote ¿cabeceás? –me preguntó –Más o menos –contesté, debo
confesar que si era un rústico pateando, cabeceando con los ojos cerrados y
apretados no era ninguna garantía, pero en ese momento me jugué. –Cuando haya
un lateral corré al área, y te la tiramos a vos –su jugada era interesante,
pero yo no estaba muy seguro de que fuera a funcionar.
Así
comenzó el partido y antes de lo esperado, lateral en ataque para nosotros,
corrí obediente al área, y el lateral me llegó, afortunadamente, muy
afortunadamente a la altura del pecho, me pegó la pelota (digo bien, me pegó la
pelota, yo no hice nada para pararla) y cayó al suelo, me quedó al lado de la
zurda, y le quise dar con todo, por suerte el arquero no me conocía así que se
tiró para donde pensó que el remate llegaría, y ante su sorpresa, mi pifia hizo que el balón rodara despacito junto al
primer palo, y gol, ¡gooooool!, no sabía cómo festejarlo, mi primer gol, en ese
momento no sabía que sería el único.
Carlos era
distinto, para él, el gol era cosa de todos los partidos, siempre se la
pasaban, gambeteaba, y hacía que la pelota se moviera como arrastrada por un
piolín, como los camioncitos de juguete, y aun así, nuestra amistad había
nacido en un partido de fútbol, y creció y se fortaleció con el fútbol. Yo
grandote y rústico, punto ya establecido, entré de tres en el equipo “del
mercadito”, nombre cariñoso que se le daba a nuestra escuela porque enfrente, llegando a la esquina se ponía un puesto de verduras
a la hora de la salida, y claro había faltado el Poroto, que era el tres
titular, algunos dijeron que el viejo se la había dado porque rompió un vidrio
a la hora de la siesta, y Carlos jugaba en el equipo de la Estación, toda una
institución en el pueblo. De ahí había salido Ricagni, un famoso ocho de Chacharita
de 1950, y algunos decían que también había jugado el Bocha, pero no eran
fuentes confiables.
Él arrancó
como ocho, pelota al pie, el Tunga pasó de largo, raspándose en la tierra seca
sin siquiera hacerle viento a la pelota, que en ese instante parecía
amaestrada, como esa que el mago hace flotar sobre un pañuelo. La manejaba con
la mente, –¡Quebralo! –me gritó Naso, el diez que jugaba con una roñosa
camiseta de Huracán que nunca se sacaba, tuve toda la intención de obedecer,
después de todo Naso era el diez, el capitán, el fino del equipo, y si te
bajaba el pulgar, no jugabas más, pero algo me pasó, me copó la magia, me tiré,
sí, pero con tal cuidado de no rozarlo, de no interferir con ese truco
maravilloso, y él se dio cuenta.
Dio dos
pasos más, y levantó la vista, el Chueco que estaba en el arco se agazapó.
Carlos quebró la cintura, pasó la pelota de la derecha a la izquierda; yo desde
el suelo lo miraba, no me quería perder nada, la acomodó, y colocó el pie
derecho de tal modo, que cuando impactó el balón, se fue elevando hasta rodear
al arquero que infructuosamente trataba de alcanzarlo. Golazo, sí viejo,
golazo.
Lo que
siguió fue que el Tunga me insultó y unos minutos después, el partido terminaba
uno a cero a favor de ellos. La sacamos barata, primero porque el Chueco estaba
inspirado y atajó otras dos de manera colosal, y segundo porque cuando el Naso
lo cruzó a Carlos, él entendió que la cosa era pesada y “pidió el cambio”, en
realidad salió y le dijo a otro que miraba –Entrá vos.
Como un mes
después de esa tarde, iba cruzando las vías, porque mi vieja me había mandado a
la forrajearía de Don Pepe a comprar alimento balanceado para las gallinas y
una voz me llamó –Eh, grandote, ¿querés jugar? –Era Carlos, que estaba
peloteando con sus compañeros de equipo –¿A este patadura vas a poner? Fue la
pregunta de un petiso que tenía un pantalón corto con la pierna derecha más
larga que izquierda, después me enteré de que por eso le decían el Rengo y
jugaba bárbaro, con Carlos se entendían como los dioses, pero claro, el Rengo
sabía perfectamente de mis habilidades futboleras, y la verdad es que yo no
tenía calidad para jugar en la Estación. Cuidado, yo también lo sabía, pero
pasé a ser suplente del mejor equipo del pueblo.
Mi vieja
me cosió una tela azul en una camiseta blanca vieja, de esas que tienen el
cuello todo raspado, y que ya no se quedan adentro del calzoncillo, que eran
los colores de la Estación, y aunque no lo supe hasta la semana pasada, mi
viejo me fue a ver un par de veces, yo entraba casi siempre, Carlos se
encargaba de eso, si el partido estaba definido, aunque fuera al final y diez
minutos, yo jugaba.
Después
vino la adolescencia, fuimos juntos a la Cancha, vimos jugar a Pescia, Marcos,
Mas, Rattin, Cejas, Perfumo, Albretch, y tantos grandes, éramos románticos,
éramos raros hinchas del buen fútbol. A las trompadas terminamos la escuela,
eran años difíciles, él se fue a Córdoba creo, yo conseguí laburo en la fábrica
de autos y así la vida fue pasando. Qué cosa que cueste recordar todos esos
años.
Hoy mi
hijo juega bien, no es un negado como yo, sabe, yo lo vi hacer un gol, ah
viejo, qué placer.
Después de
un tiempo nos volvimos a encontrar con Carlos, y lo raro es que de aquella
jugada no hablamos hasta hoy, pero siempre supimos que así había nacido nuestra
amistad, desde el amor al fútbol, la pasión por el juego, el respeto y la
admiración por aquellos que trataban a la pelota como se merece, con
dedicación, con imaginación, con reverencia. Hasta hoy, hasta hace un rato que
me vino a visitar, y habló y habló, yo no pude responder, este nudo que tengo
en la garganta…
En
realidad, no estoy entendiendo bien, a veces escucho al médico explicarle a mi
hijo alguna cosa, pero no sé de qué se trata. Me parece que la vida me cometió
una falta de tarjeta roja, pero claro, el referí ni la cobró, y yo quedé
lesionado. Me van a desconectar no sé qué, espero que después pueda volver a
hablar porque esta situación se me está haciendo difícil. ¡Qué ganas de darle
de punta y para arriba! ¡Qué ganas de hacer otro gol!
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