De vidas y muertes. Historia pequeñas. Cuento: Testimonio

El hombre caminaba sin tiempo, sin frio ni calor, desde algún lugar desconocido a otro sin conocer. Andaba con paso firme, bien plantado, sin titubeos, como si el terreno se adaptara a él. El paisaje eterno, apenas permitía visualizarlo pero su cabeza sobresalía por encima de los arbustos duros y resistentes.

Su piel, con todos los colores, estaba enamorada de este sol seco y ventajero, ese mismo amor le había dejado marcas, profundamente superficiales a lo largo de décadas de recorrer el mismo camino. Hundido en quién sabe qué pensamientos avanzaba acercándose a la ruta donde un mundo diferente se desarrollaba sobre el asfalto sin tránsito. Este paraje invitaba a dejarse estar, a abandonarse a la rara frescura de la sombra de alguno de los escasos árboles que, caprichosamente, se separaban en el territorio, como enemigos, espiándose por encima de las matas de yuyos, inclinándose hacia el oriente con respeto reverencial.

La paz de la siesta era embarullada por el canto de los pájaros, el griterío de los loros y el ladrido de algún perro, pero su monotonía y repetición los hacían parte del silencio.

La caminata se presentaba interminable. El hombre abrigado continuaba su avance como cumpliendo con un mandato ancestral, una sentencia milenaria.

Y allí estaba yo, testigo único de aquel milagro, intermediario necesario para que esta pintura sea contada, para que esta maravilla no desaparezca. Me hubiera gustado seguirlo, hablarlo, conocerlo. Trataba de pensar cuál sería su meta, cuál su morada. Cruzó la ruta y se internó nuevamente entre los espinos exitosos, que contra toda plaga, sostenían su vida con tan poco. Lo perdí de vista con la misma incertidumbre con que lo descubrí. Escudriñé el horizonte buscando indicios, pero aun entre la rala vegetación no pude descubrir signos de la existencia de un hogar. La única prueba era el hombre, caminando con la cabeza en alto bajo el sol caliente del invierno.

 

 

Y me quedé solo otra vez. Respirando ese aire enrarecido, que me envolvía como en un horno, quitándome toda el agua, haciendo que mi ser se fundiera en una sola pieza, esperando, cumpliendo mi destino, fijo a la tierra, atado, ya formando parte ella como las piedras incrustadas, esperando el ocaso, esperando el fresco.

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