De vidas y muertes. Historias pequeñas - La angustia de los invasores.

Recorrer esta geografía jujeña, la quebrada, los cerros de colores, el cielo limpio y perfecto, el aire seco y fresco en esta mañana invernal es inmensamente maravilloso. También lo es caminar por las callecitas de los pueblos, ver las casas de adobe, empaparse en los caminos polvorientos, transitar entre puestos de mercancía supuestamente artesanal, pero muchas veces confeccionada industrialmente en otros lugares, en otros países.

Pero lo más inquietante, aquello que en forma bestial, emociona, indigna, angustia, alegra, es la esquiva mirada de los hombres y mujeres que nacieron aquí hace dos mil años. Esos ojos, tienen millones de imágenes, de la paz, de la guerra, de la pérdida de vidas en manos de los conquistadores, del aprendizaje de las conductas de la supervivencia. Del silencio.

En este lugar, no dejo de preguntarme qué soy, quién soy, a qué lado del recuerdo de este pueblo pertenece el recuerdo de mis antepasados. Y no puedo dejar de sentirme extranjero, foráneo, invasor, colonizador, hijo de puta. Yo también tengo su sangre en mis blancas manos, tengo sus lágrimas en mis verdes ojos, tengo mis pecados en mi alma cristiana, y todo se cruza y se mezcla en este lugar con la historia de ellos, con el dolor de ellos.

No puedo dejar de mirarme a mí mismo y a los otros extraños que deambulamos por el mercado, queriendo regatear la culpa, esperando devolver con monedas cierta dignidad a la nación diezmada, violada, a quienes hemos lavado el cerebro de costumbres y conocimientos para volverlos a programar con la verdadera cultura, los verdaderos valores, y la única religión capaz de llevar sus maltratadas almas a la vida eterna, porque el sufrimiento eterno ya lo tienen.

Y me siento en el guarda barro de mi auto a orillas de la ruta, mirando dos muchachos que guían un puñado de llamas, y que saben, consciente o inconscientemente que ese es su destino, su vida, su misión.

Ahora dudo de mi patria. ¿No es la patria aquel pedazo de tierra que habitamos los que tenemos una cultura en común? ¿No es, acaso, un lugar donde cierto grado de fraternidad se comparte entre los miembros? Tal vez ni mi religión, ni mi idioma, ni mi condición social son parte de esta región real del país donde yo también he nacido. Pero hace tan poco.  Hace apenas un rato comparado con ellos. Es necesariamente sobre sus ruinas que yo nací. Sobre su miseria mi abuelo español puso manos en la tierra, le arrancó frutos y sació su hambre y el mío. Sobre mi orgullo blanco se fue edificando su humildad morena. Sobre mi discurso se organizó su silencio. Sobre mi libro, se escribió su duelo.

Hoy recorro esto, y aun sentado en la banquina de un camino a cuatro mil  metros de altura, me aprovecho de su oxígeno, su agua, su paisaje, y me siento extraño. Y me siento lejos.

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