Libro: De vidas y muertes. Historias Pequeñas - Cuento "El duelo"

            Francisco camina rumbo al bosque, mira el paisaje, lo disfruta, deja que todo este entorno se incorpore a él. Trata de evitar abandonarse a sus pensamientos, quiere sentirse dueño de sí, ¿teme? Tal vez, aquellos que llevan dentro su infierno, muchas veces temen darse por vencidos, luchan una pelea que inexorablemente se perderá pero que no se puede evitar. Es como resistirse a la seducción de una mujer apasionada que no te ama y te deja, reseco, necrosado, sin embargo  uno termina entregándose.

¿Quién sabe más que yo lo que pasa por su mente? Supe compartir noches de vino que comenzaban con el calor y la alegría de la amistad, terminando en esa tortura que Francisco compartía solamente conmigo. Ahora la eterna batalla contra sus monstruos está aconteciendo, lo sé por el compás de su caminar, la inclinación de su espalda y el opaco reflejo de sus ojos. Allí va, con esa velocidad propia de aquel que utiliza gran parte de su energía en librar una lucha eterna, como los serbios y los croatas, es él peleando contra él mismo, porque los monstruos son su creación, son su misma humanidad, y nadie se rinde. Ninguno de los dos.

            Es raro, las primeras nevadas siempre ponen luz a la mente y cuando hay luz, el gigante se adormece, queda como drogado, no tiene fuerza para batallar, entonces Francisco recupera su energía, rejuvenece, canta, y sólo los buenos recuerdos se acercan. Pero algo ha sucedido, él percibe este cambio, se retuerce su alma como tratando de maniatar al fantasma, sabe quién es y se escurre, se cuela, no se entrega. Da la impresión de que se cree triunfador esperando el momento de dar el golpe de gracia, ese golpe final que determine un ganador y un derrotado; pero la lucha sigue.

            Llega al bosque, comienza su tarea, busca las ramas y troncos caídos, los va trozando con el hacha, los carga en su mochila. Va de a poco, lleva y trae en cientos de viajes, hasta que la luz del sol cae detrás de la montaña. Es raro, piensa, el día y la noche son como mis batallas, a veces gana la luz y puedo ver, andar, respirar; pero otras veces gana la oscuridad y me entumezco, tiemblo, siento frío.

            Es hora de la cena, regresa en su último viaje por hoy y piensa eso. Hay un receso en la batalla, hasta los monstruos internos disfrutan de una buena comida en calma; pero sabe que luego de ésta, cuando la luz del día desaparezca, al entrar en la cama a punto de dormirse, el ataque comenzará de nuevo. A traición, en un sueño que terminará en pesadilla. Por fin el despertar con la boca reseca, la garganta lastimada, y esa sensación de que está allí, al lado de su cama, jadeante por el cansancio de la lucha… Entonces se levantará y el gigante se esconderá hasta otro momento.

           

            Descansando recuperará fuerzas y volverá más tarde. Francisco aprovecha la tregua, sorbe unos mates, los saborea, luego se viste y, con los primeros rayos de luz, se encamina nuevamente hacia los bosques. La leña, piensa, es indispensable para combatir el frío de las momentáneas derrotas. Sí, asume, victorias y derrotas forman el pensamiento de un hombre cuya única solución fue alejarse de todos, de afectos, de amores, pero fundamentalmente del odio. Otra vez esa maldita idea del odio que fortalece al enemigo.

Toma el hacha y golpea el tronco con furia, como si se tratara del gigante, primero fractura un tobillo, él se arrodilla de dolor, estirando su brazo con violencia para defenderse, lo toca; pero el hacha ya está en aire otra vez, despedazando la mano, que lo hace revolcarse gimiendo y maldiciendo; una vez más la herramienta acumula energía cinética que se transforma contra el pecho de monstruo en herida profunda, mortal, definitiva, cae rendido ante el poder del hombre, ante la destreza en el uso del arma.

Agotado por la lucha Francisco cae exhausto sobre sus rodillas, el mango del hacha está marcado en sus sudorosas manos y siente un dolor intenso al abrirlas para dejar, finalmente, que se desplome. Hay sangre en las manos, no puede comprender si es del gigante o propia. Tal vez esa puntada que siente en el costado proviene de una astilla que el enemigo, en forma artera, clavó con fuerza descomunal durante la batalla. Debilitado, la respiración se le hace difícil e inclina su cuerpo hacia adelante, piensa que es por el cansancio, y no por estar vencido. Él ha triunfado y el gigante yace como un árbol caído, como un tronco que ha sido hachado por la habilidad del leñador. Sus ojos ceden al cansancio, se adormece, el intenso dolor del costado cede, y da paso a un frío cortante, mortal.

Cae definitivamente. Ambos han sido exterminados por la disputa, pero Francisco vence. Antes de sucumbir, tiene la fortuna de ver a su enemigo derrotado, muerto. Ahora va a descansar, cree sentir una paz interior que lo hace feliz, que le quita el peso de la constante vigilia, el agobio de la eterna batalla, la angustia de no saber; al fin, la lucha termina. Ahora descansa.

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